martes, 15 de junio de 2010

UN CLICK EN LA OSCURIDAD, HISTORIA DE VIDA

Víctima del síndrome de Bechet. Juan Torre ha conseguido que una empresa reproduzca sus fotos con relieve para que puedan 'verlas' los ciegos. Desde hoy se exponen en Madrid

Imagen: Juan tocando fotografias

Juan Torre es un hombre de apariencia corriente. Ni alto ni bajo. De ojos verdes, con el derecho algo desviado. Nada especial. Cualquiera puede pensar que también tendrá una historia, como todos los hombres corrientes.
 ¿Quién no la tiene? Usted, yo, el taxista que estudia para controlador aéreo o el niño que sueña con vivir en Marte con su perro. Pero la trayectoria de este vizcaíno de 54 años se escapa a nuestras fantasías más locas. Si la voluntad mueve montañas, la de Juan puede ver más allá de la oscuridad.

 Tiene un don que le impide perderse en las tinieblas y caer en esos pozos sin fondo que salpican el día a día. Sobre todo cuando la desgracia te ha caído encima como una losa. Tranquilos. Con un 'click', Juan Torre se las arregla para hacer la luz. Así de fácil. Ni siquiera le hace falta echar mano de las gafas de 24 dioptrías que guarda en el bolsillo.


El síndrome de Bechet, una dolencia que afecta a cinco de cada 100.000 españoles, comenzó a reventarle los vasos sanguíneos de los ojos cuando apenas había cumplido 30 años. Por aquel entonces, en 1986, era un reportero gráfico de gatillo fácil: disparaba sus fotos con una puntería infalible. Los periódicos de tirada nacional como 'Diario 16' se lo rifaban, ganaba premios y no concebía el futuro sin una cámara al cuello. Era feliz como sólo puede serlo un joven que ha encontrado la pasión de su vida. Todo era un suma y sigue, una carrera desbocada en la que sorteaba los obstáculos con los dientes apretados y la convicción de que no había nada capaz de pararle los pies.


Han transcurrido 24 años y, cueste lo que cueste, Juan Torre no ha cambiado en lo esencial. No le importa ser ciego del ojo derecho y ver sólo un 8% por el izquierdo. «Cuanto más pasa el tiempo, más seguro estoy de mi vocación y de mi instinto. Todavía tengo visión de conjunto. Es algo difícil de explicar... Vivo entre brumas, no distingo con nitidez las formas pero consigo lo que busco», explica tranquilamente, con esa media sonrisa del que sabe más de lo que cuenta. Ya les decía yo que hay historias que van más allá de nuestra imaginación.
 
Para editar las fotos se vale de un ordenador con pantalla de 32 pulgadas y, aun así, reconoce que no puede abarcar con claridad la totalidad de la imagen. Por eso avanza fragmento a fragmento, con las gafas de 24 dioptrías muy cerca de la pantalla, mientras recrea como puede la escena entera en su mente. Y todo esto que parece tan sencillo, lo cuenta en una sala acristalada de la empresa Estudios Durero, en el Parque Tecnológico de Zamudio (Vizcaya). La luz entra de lleno y se le ve en su salsa. Son las cinco de la tarde y luce una sonrisa de girasol. Juan es una persona que se abre camino con alegría, con una naturalidad que deslumbra. «Mira, te cuento una cosa: ahora más que nunca me esfuerzo por situarme donde hay más claridad. Así diferencio mejor las cosas», confiesa inclinando ligeramente la cabeza hacia la izquierda. Cualquiera diría que no le hace falta nada más para hallar acomodo en este mundo.
 
Pues allí nos lo encontramos trajinando, a la espera del traslado de las obras de su última exposición, 'Imágenes para tocar', que se inaugura hoy en el Museo Tiflológico de la ONCE en Madrid y estará abierta hasta el 10 de septiembre. Se compone de doce retratos de músicos, gente como Fito, Mikel Erentxun, el batería Sonny Emory o el pianista de jazz Ignasi Terraza. Son doce estampas en blanco y negro captadas por su Canon 5D Mark II que, tras pasar por las manos de los técnicos, ofrecen una calidad puntera. Tienen 120 centímetros (de largo o ancho según el caso), con una base de Dibond (aluminio con un núcleo de polietileno) y varias capas de tinta ultravioleta que producen lo que su autor ha bautizado orgullosamente como 'efecto torre'. Un relieve de apenas unas décimas de milímetro que bastan para recrear la imagen bajo las yemas de un ciego. Lo nunca visto. Es la primera vez que se concibe algo así, en España al menos. «Y nosotros añadiríamos que en el mundo...», aventura Alejandro Pérez, comercial y responsable de la rama artística de Estudios Durero.
 
Este proyecto es la criatura de Juan y bien se merece un nombre, a falta de un patrocinador que le eche un cable o la posibilidad de patentar el invento. Juan se llevará la gloria y... nada más. Ni se hará de oro ni quedará para la posteridad su autoría. Así que, al menos, parece de justicia recalcar esa denominación: 'efecto torre', muy al estilo de un hombre que rarísima vez se desmorona. Sólo tuvo sus momentos de flaqueza hace unos años, cuando un médico de Coimbra le soltó a quemarropa: «Su vista terminará diluyéndose en sangre, es lo que hay». De momento, su enfermedad está estabilizada. No ha habido novedades en los últimos cuatro años. Ya no se despierta angustiado; ya no se queda rígido, boca arriba en la cama, moviendo los ojos muy despacio. «Las hemorragias siempre me han venido por la noche», recuerda con aire ausente y bajando la voz, como si quisiera reducir el dolor a su mínima expresión. Huye del drama. Ni siquiera le interesa como fotógrafo. Ha pasado página, de una vez por todas, al sufrimiento, la crudeza y el agobio.
 
No quiere ver nada de eso; ni detrás del objetivo de la cámara. Aunque, todo hay que decirlo, recuerda con un gran cariño a ese joven que se acostaba con la radio encendida y no solía dormir ni dos horas... «¡Qué tiempos! Cualquier jefe podía despertarme a las tres de la madrugada porque ETA acababa de liberar a un secuestrado y, claro, tenía que salir escopetado, sacar las fotos y dejar los carretes en el primer aeropuerto para que volaran a la Redacción de los diarios nacionales, en Madrid». En aquella época, llevaba la adrenalina a tope y se dejaba arrastrar por la vorágine, sin oponer ninguna resistencia. Lo mismo cubría el desastre aéreo en el monte Oiz que un rodaje de Imanol Arias o el funeral de un guardia civil. Su capacidad de compromiso nunca se ha quedado en medias tintas; valga como ejemplo que de jovencito no dudó en abandonar los estudios de Derecho para entrar como peón en La Naval, «porque entonces yo pensaba que la revolución había que hacerla desde abajo».
 
Al final, se decantó por el Periodismo pero sin perder ni un ápice de frenesí. Juan es de esos tipos que no miden sus pasos. Va a grandes zancadas y ahora -después de varios años enfrascado en un proyecto sobre peleas de gallos que empezó en Venezuela- se dispone a marcar un hito en el mundo de la fotografía. Todo arranca con una instantánea del batería de Atlanta Sonny Emory, captada hace cuatro años en Caracas, y que no ha parado de rondarle, ya sea despierto o dormido. Es un retrato que transmite ritmo latino, furor y vida a raudales. Algo que le resulta muy familiar: entre 1996 y 2005, vivió en Venezuela, donde colaboraba con 'Fashion Magazine', de Caracas, y exponía en la casa de cultura de Isla Margarita. «Allí cambió algo dentro de mí para siempre. Salí de mi concha y me abrí. Y, bueno, como es lógico, me ayudó muchísimo que no me conociera nadie. La gente no me preguntaba constantemente cómo estaba...».
 
De esa manera, dejó de lamerse las heridas y se puso en acción. Hasta hizo sus pinitos como percusionista, siguiendo la estela de su idolatrado Sonny Emory, feliz de volcarse en cuerpo y alma en una actividad que le hacía olvidar sus minusvalía. Pero fue incapaz de abandonar la fotografía. Por mucho que practicara, jamás podría llegar a la altura de esa foto del batería de Atlanta. «Lo mío es la cámara. Con ella me siento seguro. Ahí tengo facilidad, garra y eso tan difícil de definir... ¡INSTINTO!».


Corazón que pide más y más
Ahora está haciendo planes para sumar unos cuantos músicos más a la muestra, y así poder contar con cerca de 24 retratos para futuras exposiciones. «Ya tengo fecha para hacerle las fotos a la directora de orquesta Inma Shara. No pienso quedarme de brazos cruzados», anuncia con la ilusión de un niño que se prepara para su segundo castillo de arena. Le mueve el placer, la curiosidad del artista y esa energía inagotable que impulsa a los corredores de fondo cuando las piernas responden y el corazón te pide más y más. Juan tiene aún muchos palos que tocar. «Me encantaría trabajar con otros materiales. Aquí, en Estudios Durero, disponen de la tecnología para imprimir en formica, madera, vidrio... ¡Las posibilidades son muchas! Hay gente que está investigando en esa línea y me apetece ir por ahí», anticipa ilusionado, mientras desliza la mirada por las ventanas de esta salita acristalada, como si oteara las verdes colinas de Zamudio.


Pero la neblina sigue ahí. Incluso a medio metro, no distingue más que rostros borrosos. No importa. Juan es capaz de ver mucho más allá con una cámara. Algo difícil de entender. Pero es su historia. La historia de un hombre que sabe moverse al son de la música latina, que sueña con viajar a Japón y persigue la luz allí por donde va.
 
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