lunes, 19 de septiembre de 2011

AHORA VEO CON LOS OJOS DE MI BEBE...

HISTORIAS DE VIDA QUE VALEN LA PENA DARLAS A CONOCER...
 
Para Alba Cudé el mundo oscureció a los 13 años. Un glaucoma le arrebató la visión de sus dos ojos. Para su felicidad, fue sólo un eclipse, como revela su voz alegre y llena de vida. Ahora esa vida le ha dado dos ángeles: uno es Miguel Ángel, un deportista de élite que también sufre una grave pérdida de visión. Su pareja. El otro se llama sencillamente Ángel, un precioso niño rubio de 2 años que mira a dos padres ciegos con el amor de cualquier hijo.
 
Alba. Primera luz del día antes de que salga el sol. Son las 7.15 horas y suena el despertador. La familia se pone en pie. Los primeros rayos de luz se cuelan en una casa de Valencia donde prima el orden. Pocos objetos por el suelo. Todo en su sitio, bien localizable, y los juguetes en sus estantes. La envidia de muchos otros padres. «Hay que tomar pequeñas precauciones para evitar algún tropezón», explica la pareja valenciana.
Donde falla la vista, ven las manos y los sonidos dibujan un hogar donde todo está al alcance. Primero se visten ellos. Como un reloj suizo, se ponen en marcha con estudiada práctica. «Si uno está con el desayuno, otro viste a Ángel», explica Miguel Ángel. El pequeño ha sido educado para tomarse el biberón en un lugar blando, como la cama de matrimonio o un sofá, mientras sus padres terminan el resto de tareas antes de salir de casa.
 
Un cuarto miembro de la familia corretea por el pasillo, discreto y fiel. Siempre atento. Es Olimpia, un lazarillo labrador. «Oli, toma tu comida», le llama Alba mientras Ángel sonríe viendo como su buen hermano perro rebaña el plato.
Esta mañana es Alba la que prepara el desayuno. Se ayuda de a una gran jeringa con varias marcas en el émbolo para controlar las dosis necesarias del biberón del peque. También disponen de una balanza con una voz que comunica el peso, «pero mira por donde, se nos ha estropeado».
Vestir al enano tampoco es un problema. Miguel Ángel puede distinguir los colores y, si él no está, Alba se las apaña bien. «Tengo memorizadas las prendas de mi hijo y ya sé cómo son por la forma», describe. Otras familias de padres ciegos con hijos disponen de un colorímetro, un artefacto que chiva los colores de las cosas. Miguel Ángel y Alba tienen un aparato parecido para detectar cuando hay luz encendida. «Al pequeño le da a veces por encenderlas y apagarlas», cuenta su padre.
Se hace tarde. Hora de salir de casa. A las ocho y media, Alba debe estar ya en la ventanilla de su quiosco de la ONCE, justo al lado de la guardería. Poco después, Miguel Ángel acude al instituto de Valencia donde imparte Educación Física. «Tuve una lesión de rodilla, pero ahora empiezo a entrenar para Londres». Este 'profe' es también atleta. Las Paraolimpiadas se acercan para él y tratará de superar su récord: 1.58 en los 800 metros.
 
Sufrimiento y satisfacción
Pero la mejor marca de ambos se llama Ángel. «Me hubiera gustado verlo cuando me lo pusieron encima tras el parto», anhela Alba, «pero por lo demás nos hemos adaptado a todo con una pizca de ingenio y mucho amor». Fue duro cuando llegó la primera primavera de Ángel y Alba estaba sola con él en casa. «Aún no me atrevía a salir con el nene y sin Miguel Ángel. Él estaba trabajando y yo me moría de ganas de pasear a mi hijo por la calle, de que nos diera el sol». Por aquel entonces, hacía poco que estaba con 'Oli'. «Con mi otra perra, Fronda, si que me hubiera atrevido, pero la pobre enfermó», recuerda.
Valió la pena. Tanto Ángel como Alba coinciden en que el pequeño es «lo mejor». Con él han visto recompensado un esfuerzo y una adaptación a la que restan importancia. «Observar cómo aprende, cómo te devuelve el cariño... Él no me dice 'mira', me habla mucho y me lleva las manos a lo que quiere enseñarme. Se puede decir que ahora veo con sus ojos».
 
Alba no puede mirar como otra madre a su hijo. Es un hecho. Pero es un error pensar en una imagen oscura. Ella vio hasta los 13 «y eso tiene un gran valor para conocer mejor». Ha retenido el corto mundo de luz que se abrió en su infancia para luego cerrarse. Ese recuerdo de formas y colores lo amasa con un arma secreta: «la imaginación». Sus manos ponen el resto. Así, la mente de Alba perfila a un Ángel «con su cara redonda y sus mechoncitos, que sé que son rubios». Y esa imagen no es estática. Cambia conforme el pequeño crece.
 
Pero ¿y si en vez de uno fueran tres y dos de ellos mellizos? Habría que hacer esa pregunta a David Gavaldà y María José Colom, también vecinos de Valencia. Él sufre una pérdida de visión casi total a causa de un problema degenerativo y hereditario. Ella padece aniridia (ausencia de iris) y procede de una familia marcada por la ceguera. «Mi abuela materna, mis padres...». Y pese a ello, asegura, «he vivido mi infancia con gran naturalidad».
La ONCE ha sido su otra familia. Dos años de su niñez los pasó interna en un colegio de la organización en Alicante. Aprendió bien las claves para moverse en un mundo donde un 93% de la luz no es perceptible por sus ojos. «Con el derecho y unas gafas especiales puedo leer muy de cerca, pero me canso enseguida», explica.
Y la niña se hizo mayor. Trabajó como telefonista de Onda Cero y conoció a David, un técnico de sonido. Sus años de juventud en la ONCE de Barcelona desembocaron en un nuevo matrimonio de invidentes, hace ahora 14 años. Pero llegó la gran duda. «Si nos planteábamos tener hijos existía un altísimo riesgo de que heredaran nuestros problemas de visión», explican.
 
Tres niños in vitro
Se pusieron en manos de la ciencia de la fecundación in vitro. Durante los años que siguieron a la boda, «me extrajeron una gran cantidad de óvulos para su estudio genético», recuerda María José. Los médicos pusieron en marcha lo que se conoce como biopsia preimplantacional. «Les quitaban una o dos células para seleccionar aquellos que no presentaban riesgo de enfermedad para luego reimlpantármelos». Ciencia y amor hicieron el primer milagro, que se llamó Pau y ahora tiene dos años y medio. Hace sólo seis meses vino el segundo, que de tan sano se multiplicó por dos en el vientre de María José. Y así llegaron al mundo David y Meritxell. Tres hijos sanos e in vitro de dos padres invidentes.
 
«¿Estáis locos?», bromeaban sus amigos a la pareja con tanto crío en tan poco tiempo. «Pero no ha sido para tanto», valora la madre de los pequeños. Quizá parte del mérito de que todo sea tan llevadero es de Pau, un niño ejemplar en su comportamiento y plenamente solidario con la situación de sus padres. «Jamás se ha llevado nada a la boca y sabe muy bien que sus juguetes no pueden estar por el suelo». Si algún objeto pone en peligro a los suyos, corre a su madre y le dice: «¡Mamá, això!». A su padre le coge la mano «y le acompaña a los sitios».
 
Una de las frases que más oye el niño es: «¿Pau, donde estás?». Y «responde siempre con paciencia», ayudando a la tranquilidad de sus padres. Si se le pregunta «¿cuántos años tienes?», él contesta siempre con su voz y no con los dedos.
Su responsabilidad afloró aún más cuando llegaron los mellizos. «Jamás ha mostrado celos hacia ellos y es como un papá más para sus hermanos. Los cuida mucho y nos avisa de todo. Por ejemplo, si tiran leche tras el biberón», detallan los padres. Pau sabe bien que cuando su madre dice «las ventanas no se tocan» tiene que obedecer. El instinto para proteger a los suyos es superior al de las ganas de hacer travesuras y, según María José «jamás nos ha dado ningún susto».
 
Y así, con ese jarabe de ingenio, amor y esperanza, los niños con padres ciegos se hacen mayores mientras iluminan la vida de sus progenitores. Sin demasiados problemas, aprenden, juegan y crecen en familias donde todos cuidan de todos.
 

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