miércoles, 8 de mayo de 2013

UNA FAMILIA QUE NO SE DEJARA VENCER!

Una familia de Mungia libra una batalla desesperada por hallar terapias que arrojen luz sobre la enfermedad genética que afecta a sus 4 hijos y a la que urge poner freno
                                        Imagen: foto de la familia
Todo comenzó hace seis años. Amaia y Fran vivían tranquilos con sus cuatro hijos, tres varones y una niña, en Mungia. La vida les sonreía en términos generales, sin más preocupaciones que las que afectan a la mayoría. Los niños empezaron a crecer y, de repente, aparecieron los primeros problemas. Ibon, el segundo de los chavales, comenzó a tener problemas de visión. El diagnóstico fue hipermetropía y la solución, unas buenas gafas. Sin embargo, conforme pasaba el tiempo, el chico fue a peor. Su evolución aconsejó una nueva visita al oftalmólogo. La doctora que solía atenderles estaba de baja y una becaria cubría su ausencia. La exploración arrojó resultados positivos, pero aun así la especialista decidió dilatarle las retinas para comprobar la graduación. Fue entonces cuando advirtió a los padres que el niño tenía pigmentación en el fondo del ojo, un síntoma de enfermedades hereditarias que terminan en ceguera. Entonces les preguntó si tenían más hijos «y se abrió la caja de Pandora», recuerda el padre.
Las pruebas resolvieron que los tres chicos padecían lo que se conoce como retinosis pigmentaria, mientras que Ianire, de 11 años, era portadora de la dolencia –como su madre– y existía la posibilidad de que lo transmitiera a sus descendientes. «Se nos cayó el mundo encima. De pensar que tienes los cuatro hijos bien a que descubras que tres se van a quedar ciegos y la niña es portadora... Pasamos muchas noches en vela sin parar de llorar, hasta que decidimos que no podíamos seguir así, que algo había que hacer», relata Fran. Hablaron del asunto con la familia y buscaron antecedentes. Descubrieron que el diagnóstico no era correcto, que el problema era susceptible de empeorar. Se enfrentaban a la coroideremia, una enfermedad con los mismos indicios y, a día de hoy, sin solución.
Esta enfermedad es casi exclusiva de los hombres. Las mujeres portadoras pueden tener algún grado de intolerancia a la luz, pero en ellas el proceso es «benigno y no progresivo». Solo en casos muy excepcionales pueden ser «afectadas». Los primeros síntomas suelen ser la ceguera nocturna en la infancia, y conforme la dolencia avanza, el paciente pierde visión periférica y central. La periférica se reduce tan lentamente que los afectados no se dan cuenta de lo que ocurre «hasta que es demasiado tarde» y la reducción de campo es muy severa. «La pérdida de vista y la velocidad de progresión de la coroideremia es variable de un individuo a otro, incluso entre dos personas de la misma familia y depende de muchos factores», explican los padres.
«Hay gente sin diagnosticar»
En España se sabe de 34 familias que padecen esta enfermedad. La de Amaia y Fran es la única que se conoce en Bizkaia. En Europa hay un ratio de una persona cada 250.000 ó 300.000, mientras que en Estados Unidos este ratio se eleva hasta uno de cada 150.000. «Seguramente sea el mismo en ambos sitios, lo que ocurre es que aquí hay mucha gente sin diagnosticar. Muchos piensan que es retinosis pigmentaria cuando en realidad lo que tienen es coroideremia, porque los síntomas y el proceso son iguales y se pueden confundir». Ambas tienen síntomas de «ceguera nocturna y visión de túnel (sin visión periférica)». Solo hay un modo diferenciarlas y es a través de un análisis genético.
No fue hasta dos años después de empezar el peregrinaje entre oftalmólogos que identificaron, sin ningún género de duda, la enfermedad que tenían los chavales. Gran parte de la familia tuvo que someterse a análisis de sangre, ya que les comentaron que «cuantas más muestras, mejor». Finalmente, recibieron la confirmación oficial. «Fue casi peor, porque la otra enfermedad al menos la estaban estudiando. Si antes había pocos especialistas que conociesen la enfermedad, en este caso todavía menos. Pensamos: ‘Estamos perdidos’, confiesa Fran. Amaia empezó a investigar por Internet y fue así como descubrió que hay cinco grupos a nivel mundial que trabajan en la enfermedad y que pronto se celebraría el primer simposio sobre coroideremia. Era para especialistas, pero se apuntaron. «Si habían logrado manipular un gen para tratar la amaurosis congénita, por qué no se iba a poder hacer lo mismo para la coroideremia», pensó Amaia.
Cuatro terapias en marcha
Cuando llegaron al congreso, que se celebraba en la ciudad francesa de Montpellier, se encontraron con que había cuatro terapias génicas en marcha. «Fue como entrar en un oasis –rememora la madre–. No eran terapias que permitieran recuperar la visión perdida, pero sí para detener el proceso y poder así mantener la vista que te queda». En Francia, Londres, Estados Unidos y Canadá buscaban una enfermedad causada por un pequeño y único gen, que estuviera ubicada en un órgano aislado y no vital, para desarrollar terapias génicas vía adenovirus asociados, menos peligrosas y menos agresivas que las que se hacían con retrovirus. «La coroideremia cumple todo eso y por ello es una buena candidata. La finalidad es el desarrollo de terapias para esta enfermedad y para otras muchas», se alegran los padres.
Andoni, el hijo mayor, ya ha perdido un 43% de visión en un ojo y un 63% en el otro. «Ya ha empezado y se va a quedar ciego si no se hace nada», explica Amaia con preocupación. El grupo francés del centro hospitalario de Montpellier ha conseguido el éxito en la primera prueba ‘in vitro’, que demuestra que hay una solución que funciona para detener esta pérdida de visión, la terapia génica, «y solo les queda asegurarse». Si todo sale bien, en 2015 podrían comenzar las pruebas de toxicidad. Pero los recortes se han multiplicado como consecuencia de la crisis. «Si tuviéramos fondos, se podría incrementar el número de investigadores y acelerar el proceso. Bastaría con millón y medio de euros para completar el proceso. Para los próximos tres o cuatro años, necesitan unos 200.000 euros de media para tener la terapia lista en seres humanos», dice el matrimonio.
De momento, Andoni (15 años), Ibon (13) y Xabier (8), deberán seguir protegiéndose los ojos con sus gafas especiales –que les evitan los rayos más dañinos– y con las gorras que hay por toda la casa. Una pelea diaria para conseguir que los adolescentes se sometan a una disciplina inflexible, retrasando así la progresión de la ceguera. Fran no tira la toalla. «Mis hijos no se van a quedar ciegos. La enfermedad ha avanzado y van teniendo menos campo, pero comparado con nada ya es mucho», repite el padre con convicción.

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