El prestigioso novelista, crítico y artista plástico inglés, autor de Mirar y Modos de ver, entre otros, ofrece posterior a una operación de cataratas en el ojo izquierdo que le otorgó, en la madurez, un nuevo sentido de las distancias, los tamaños, las formas y los colores. "Los ojos comienzan a rememorar primeros momentos en una suerte de renacimiento visual", asegura.
Imagen: Dr Rodriguez Verger
Catarata, del griego "kataraktes", significa cascada grande de agua o compuerta, rastrillo de puerta de muralla, una obstrucción que cae desde arriba. Compuerta extirpada delante del ojo izquierdo. En el derecho, la catarata sigue.
Juego, mirando un objeto y cerrando después, primero el ojo izquierdo, luego el derecho. Las dos visiones son nítidamente distintas. Definir la(s) diferencia(s).
Con el ojo derecho solo, todo parece gastado, con el ojo izquierdo solo, todo parece nuevo. No me refiero a que el objeto mirado cambia su vejez evidente; sus signos de vejez o juventud relativa siguen siendo los mismos. Lo que cambia es la luz que cae sobre el objeto y que éste refleja. Es la luz lo que se renueva o –al disminuir – envejece.
La luz que hace posible la vida y lo visible. Tal vez aquí toquemos la metafísica de la luz (Viajar a la velocidad de la luz significa dejar atrás la dimensión temporal). Al caer, no importa sobre qué, la luz otorga una cualidad de "primeridad" que lo vuelve prístino aunque en realidad puede ser una montaña o un mar de equis millones de años. La luz existe como un continuo comienzo interminable. La oscuridad, en cambio, no es, como suele suponerse, una finalidad sino un preludio. Es lo que me dice mi ojo izquierdo que apenas puede distinguir los contornos todavía.
El color que volvió en un grado imprevisto es el azul. (El azul y el violeta con sus ondas cortas son desviados por la opacidad de la catarata.) No sólo los azules puros, también los azules que intervienen en otros colores. Los azules en ciertos verdes, en ciertos morados y magentas y en ciertos grises. Como si el cielo recordara su cita con los otros colores de la tierra.
Todos estos azules jugando con la luz crean el resplandor de la plata o el estaño. Un resplandor que no tiene nada que ver con el brillo sedado del oro o el cobre.
La plata es rápida –basta ver el mercurio. El resplandor plateado de los peces, del chorro de agua, de la luz del sol en las hojas. Para mi ojo izquierdo, las noches son ahora más oscuras debido al contraste más intenso con el resplandor de los días. El azul es también el color de la profundidad y la distancia.
Otra diferencia entre la visión de uno y otro ojo tiene que ver con la distancia. La compuerta se cierra. Con mi ojo izquierdo puedo salir y la distancia aumenta de dos maneras. Veo más lejos y, simultáneamente, toda medida de distancia se alarga: un kilómetro se vuelve más largo, como lo hace un centímetro. Me vuelvo más consciente del aire, del espacio, entre las cosas, porque ese espacio está lleno de luz como un vaso puede estar lleno de agua. Con cataratas, esté uno donde esté, siempre está, en cierto sentido, ¡adentro! Debido a mi mayor percepción del espacio, mi sentido de lo lateral –de lo que está pasando de izquierda a derecha, de lo que es paralelo al horizonte– es mayor. Soy más consciente de lo que está pasando frente a mí, distinto de lo que está dirigido a mí. Si la distancia se alarga, la anchura, a su vez, se ensancha.
Cada par de ojos inevitablemente debe cargar con su propio horizonte. Pero este sentido ampliado de anchura y de lo lateral lo estimula a uno a imaginar (como ocurre en la infancia) una multitud de horizontes alternativos. La compuerta cayó desde arriba. Los horizontes se extienden en todas direcciones. Detrás de mi ojo derecho cuelga una arpillera; detrás de mi ojo izquierdo hay un espejo. Por supuesto no veo ni la arpillera ni el espejo. Sin embargo, lo que miro refleja ostentosamente su diferencia. Ante la arpillera, lo invisible permanece indiferente; ante el espejo comienza a jugar.
30 de mayo. Bajo todos los criterios posibles, un cielo excepcionalmente azul en París. Alzo los ojos hacia un abeto y tengo la impresión de que los pequeños fragmentos fractales del cielo, que veo entre las masas de agujas de pino, son las flores azules de los árboles del color de las espuelas de caballero. El mercurio de la luz ahora se vuelve opalescente y perlado. Pero no disminuye para nada la cualidad de "primeridad" que otorga la luz. Como si la luz y lo iluminado llegaran al mismísimo instante. (¿No es ése acaso el secreto de la visibilidad?)
Mañana se cumplirán tres semanas de la operación. Si trato de resumir la experiencia transformada de mirar, diría que es como encontrarse de golpe en una escena pintada poróVermeer. Por ejemplo: Doncella vertiendo leche (Rijksmuseum, Amsterdam). Miramos esos objetos y el pan en la mesa donde está el recipiente en el cual la doncella vuelca la leche de un jarro, y la superficie de todo lo que miramos está cubierta por un velo de luz, gotas de luz de la primera mañana.
Más apuntes después de la operación de mi ojo derecho (26 de marzo de 2010), cuya catarata era más rígida y opaca.
Esta vez, la creciente de luz es menos específica y más generalizada. No es tanto que las cosas parezcan mejor iluminadas, sino más bien que soy agudamente consciente de que todo está rodeado de luz. El elemento de aire devino elemento de luz. Como los peces viven y nadan en agua: nosotros vivimos y nos movemos a través de la luz.
La luz ubicua recién descubierta es serena y silenciosa; ruidosas son las sombras y la oscuridad. La luz apoya su mano en mi espalda. No me doy vuelta porque desde hace mucho, mucho tiempo, reconozco su tacto. Es lo que primero vimos y nunca nombramos.
La eliminación de las cataratas es comparable a la eliminación de una forma particular de olvido. Los ojos comienzan a re-memorar primeros momentos. Y en ese sentido, lo que experimentan después de la intervención es una suerte de renacimiento visual. El papel blanco en el que estoy escribiendo hoy (2 días después de la operación) es más blanco que todo lo que me había acostumbrado a ver. Vuelvo a la cocina de mi madre en mi infancia: había blancos comparables sobre la mesa, en la pileta o en las estanterías. Y aquellos blancos del papel y la porcelana y el esmalte contenían una promesa que este papel blanco hoy rememora.
Aclaremos las implicaciones de lo que digo. Obviamente, a lo largo de muchas décadas después de mi infancia he visto hojas de papel blanco tan blancas como ésta. Pero poco a poco la blancura se atenuó sin que yo lo notara. Por consiguiente, lo que yo llamaba papel blanco, cambió, se volvió más tenue. Y lo que está ocurriendo esta tarde es que no me doy cuenta de esto con mi inteligencia, sino que la blancura del papel se precipita a mis ojos y mis ojos abrazan la blancura como un viejo amigo perdido.
Escribo sobre el papel con tinta negra. Y los negros (diferentes de los grises oscuros, los azules oscuros o los verdes o las sombras) han adquirido más peso, son más pesados. Otros colores destellan o se retraen o penetran pero los negros parece que hubieran sido depositados. Colocados encima. Y esto se relaciona con su peso. El negro de una sustancia natural –como el ébano, la obsidiana o la cromita– nunca es negro puro; otros colores se ocultan en su interior. Los negros aplicados son todos hechos por el hombre.
Antes de la operación, hice un dibujo en colores de una flor –un pensamiento azul. Lo hice de ese modo con la idea de hacer otro dibujo de la misma flor después de la operación.
Ninguno de los dibujos es una copia. Ambos son, por supuesto, interpretaciones de lo que veo. No surgieron directos de las retinas de mis ojos. De todos modos constato que la diferencia entre ellos es similar a la diferencia entre lo que percibía antes y después de la extirpación de la catarata.
Cuando los comparo ahora es como si en el primer dibujo yo hubiera registrado fielmente una secuencia de notas musicales sin ser capaz de oír las vibraciones de sus sonidos físicos. En el segundo dibujo, las vibraciones de esas notas estaban ante mis ojos.
La estructura y la forma de la flor no cambiaron, como tampoco la lógica botánica de su colorido. Lo que cambió es la intimidad de su colorido. Sus colores se desnudaron ante mis ojos.
Después de esta operación, a diferencia de la primera, el ojo curado, una o dos horas después de la intervención, empezó a dolerme y el dolor continuó aproximadamente un día. Con calmantes suaves era muy tolerable. El paso por ese pequeño dolor fue inseparable de mi viaje hacia un mundo recién visible. Salí del dolor al umbral de una nueva visibilidad.
Una intervención quirúrgica para extirpar las cataratas devuelve a los ojos buena parte de su talento perdido. Talento, no obstante, implica invariablemente cierta cantidad de esfuerzo y resistencia como también gracia y beneficio. Y por esa razón la nueva visibilidad representó para mí no sólo un don sino un logro. Principalmente, el logro de los médicos y las enfermeras que realizaron la intervención y también, en grado un poco menor, el logro de mi cuerpo.
El dolor me hizo tomar conciencia de eso.
Al abrir un diccionario y consultarlo, volvemos a descubrir o descubrimos por primera vez, la precisión de una palabra. La precisión de lo que denota, pero también el lugar preciso de la palabra en la diversidad del lenguaje.
Con las dos cataratas eliminadas, lo que veo con mis ojos es ahora como un diccionario que puedo consultar sobre la precisión de las cosas. La cosa en sí, y también su lugar entre otras cosas.
Soy mucho más consciente de la escala comparativa: lo pequeño se vuelve más pequeño, lo grande más grande, lo inmenso más inmenso. Y lo mismo sucede, no sólo con las cosas, sino con los espacios. Lo pequeño se vuelve más íntimo, lo grande más amplio. Y es porque los detalles –el gris exacto del cielo en determinada dirección, la forma en que un nudillo se arruga cuando una mano está relajada, la ladera de un campo verde a un lado distante de una casa– esos detalles reasumen una significación olvidada.
Regresó, maravillosamente, la heterogeneidad ordinaria de lo existente. Y los dos ojos, eliminadas las compuertas, una y otra vez, registran sorpresa.
Traducción de Cristina Sardoy.
© John Berger y Clarín, 2010.
Fuente:
http://edant.revistaenie.clarin.com/notas/2010/06/19/_-02203113.htm