UN RELATO HABLANDO DE MIOPIA...
Los miopes hablamos en dioptrías. Junto con ver cómo
cambian los cielos y las caras de la gente, vemos cómo avanza la redundancia:
aumenta el aumento, de dos y media a cuatro, de cuatro y media a cinco y así
hasta que durante casi tres décadas y media acumulamos seis dioptrías que
significan que podemos distinguir el menú pero no al mesero, que nos es natural
reconocer voces antes que rostros, que nuestro mucho cerca y poco lejos nunca
nos dejará valorar ese pedacito de astigmatismo que también se aloja en nuestro
jardín corto de vista.
A veces, las mamás
de los miopes comienzan a desarrollar una visión-espejo que las hace creerse
también miopes y usan lentes un tiempo, pero el doctor les dice que están
sanas, que los miopes heredamos los ojos de papá y que pueden usar esa ansiedad
de empatía en otra cosa. Las mamás de los miopes se dedican entonces a estar al
tanto de nuestras micas y nuestros aumentos, hasta que les demostramos ser
suficientemente funcionales como para no salirnos del edificio por la ventana
del tercer piso y nos dejan ser. (Tal vez las mamás de los miopes vieron
demasiado a Mister Magoo.)
Podríamos, los
miopes, recitarle de memoria al oftalmólogo la tabla del examen de la vista,
que no ha cambiado en veintisiete años. No ha cambiado nada desde que los
miopes íbamos al consultorio de aquel japonés que nos tradujo lo que decía
nuestra bolsa de Hello Kitty. No ha cambiado un ápice desde que los miopes nos
salimos llorando de la prepa para tomar a ciegas un taxi a nuestra casa porque
los lentes de contacto nos estaban cortando los ojos, y entonces un doctor nos
regaló un par de plásticos de emergencia que eran tan blandos y tan claros, que
tuvimos que mirar hacia adentro para saber que todavía éramos los mismos.
A los miopes no
nos gusta que nos insistan en que nos operemos los ojos. Algunos simplemente no
lo vamos a hacer nunca porque si desde los seis años sabemos lo que es no ver
los subtítulos sin herramientas puestas, hemos aprendido a querer ese ritual de
la doble vista y a veces ya no podemos distinguir cuál es la más hermosa. Con
nuestros ojos dilatados, los miopes vemos cómo las formas de las cosas van
borrando sus límites, cómo el color se vuelve una información determinante para
reconocer volúmenes y tamaños, cómo los bordes y las esquinas se difuminan y a
veces parecería que todo es parte de la misma composición porque no puede
saberse dónde comienza ni acaba nada.
Y se pone mejor
con la gente. Con la gente, los miopes en estado natural dejamos de fijarnos en
detalles. No vemos los barritos ni el pelo despeinado, ni las ojeras, ni las
lonjas. Activamos los oídos para la voz y el tacto para la piel porque vemos
como somos, y en el vacío de nuestros borramientos cabe toda la belleza que
queramos. Necesitaríamos acercarnos hasta estar a diez centímetros del otro
para medio notar los poros abiertos, pero ya estando así de cerca no nos
interesa ver sino tocar, oler, besuquear.
Porque los miopes
elegimos. Sabemos que los lentes de contacto sirven para mimetizarnos con el
resto, para cortar cebolla sin llorar y para mirar hasta los pensamientos del
alumno que se quiere sentar hasta atrás con tal de pasar inadvertido. Y aunque
agradecemos la vista artificial de superhéroes, bendita sea la moda de
considerar sexis las gafas de pasta porque esos gruesos armazones que antes
eran la única alternativa para poner adentro las seis dioptrías, que aun así se
desbordan, ahora nos permiten despertar la libido del fetichista que nos ve
leer a Boris Vian en la mesa de la cafetería y se quiere arrancar el corazón.
Y también
esperamos ansiosos nuestras noches miopes, noches de ver distinta esta casa que
nos hemos aprendido de memoria. Esta casa que se suaviza durante los minutos en
que decidimos andar por ella sin ningún apoyo para lo que allá afuera llaman
debilidad visual, hágannos el favor, pero quién necesita ayuda en el lugar
donde se está más libre. Aquí no somos débiles para nadie y por fin podemos
abrazar completo nuestro ser miopes, y nos quedamos dormidos en ese abrazo para
disfrutar en primera fila los sueños, que no nos cuestan trabajo porque pasan
tan cerquita que atraviesan los ojos.
Por eso los miopes
no entendemos cómo pueden llamar normalidad a ese defecto de sólo tener una
forma de mirar. ¿Qué hacen los fuertes visuales cuando se hartan de ver claro y
quieren ver las cosas desdibujadas? Nada. Su buena vista los persigue y no
pueden ni asomarse a la calle sin contaminarse, mientras los miopes podemos
mudar en poesía hasta la basura electoral. Son ellos quienes se ponen nuestros
anteojos y se asombran, porque no saben hablar en dioptrías y no aprenderían
aunque quisieran. Lo sentimos, no hay forma de explicarles cómo nuestros ojos
contienen los mundos que ellos no verán nunca. Lo sentimos, no podemos
prestarles el reflejo libre de defectos con que los percibimos. Lo sentimos: a
este banquete de la vista alternativa sólo estamos invitados unos cuantos.