martes, 30 de junio de 2015

NOSOTROS LOS MIOPES Y LAS DIOPTRIAS...

UN RELATO HABLANDO DE MIOPIA...
Los miopes hablamos en dioptrías. Junto con ver cómo cambian los cielos y las caras de la gente, vemos cómo avanza la redundancia: aumenta el aumento, de dos y media a cuatro, de cuatro y media a cinco y así hasta que durante casi tres décadas y media acumulamos seis dioptrías que significan que podemos distinguir el menú pero no al mesero, que nos es natural reconocer voces antes que rostros, que nuestro mucho cerca y poco lejos nunca nos dejará valorar ese pedacito de astigmatismo que también se aloja en nuestro jardín corto de vista.

A veces, las mamás de los miopes comienzan a desarrollar una visión-espejo que las hace creerse también miopes y usan lentes un tiempo, pero el doctor les dice que están sanas, que los miopes heredamos los ojos de papá y que pueden usar esa ansiedad de empatía en otra cosa. Las mamás de los miopes se dedican entonces a estar al tanto de nuestras micas y nuestros aumentos, hasta que les demostramos ser suficientemente funcionales como para no salirnos del edificio por la ventana del tercer piso y nos dejan ser. (Tal vez las mamás de los miopes vieron demasiado a Mister Magoo.)
Podríamos, los miopes, recitarle de memoria al oftalmólogo la tabla del examen de la vista, que no ha cambiado en veintisiete años. No ha cambiado nada desde que los miopes íbamos al consultorio de aquel japonés que nos tradujo lo que decía nuestra bolsa de Hello Kitty. No ha cambiado un ápice desde que los miopes nos salimos llorando de la prepa para tomar a ciegas un taxi a nuestra casa porque los lentes de contacto nos estaban cortando los ojos, y entonces un doctor nos regaló un par de plásticos de emergencia que eran tan blandos y tan claros, que tuvimos que mirar hacia adentro para saber que todavía éramos los mismos.
A los miopes no nos gusta que nos insistan en que nos operemos los ojos. Algunos simplemente no lo vamos a hacer nunca porque si desde los seis años sabemos lo que es no ver los subtítulos sin herramientas puestas, hemos aprendido a querer ese ritual de la doble vista y a veces ya no podemos distinguir cuál es la más hermosa. Con nuestros ojos dilatados, los miopes vemos cómo las formas de las cosas van borrando sus límites, cómo el color se vuelve una información determinante para reconocer volúmenes y tamaños, cómo los bordes y las esquinas se difuminan y a veces parecería que todo es parte de la misma composición porque no puede saberse dónde comienza ni acaba nada.
Y se pone mejor con la gente. Con la gente, los miopes en estado natural dejamos de fijarnos en detalles. No vemos los barritos ni el pelo despeinado, ni las ojeras, ni las lonjas. Activamos los oídos para la voz y el tacto para la piel porque vemos como somos, y en el vacío de nuestros borramientos cabe toda la belleza que queramos. Necesitaríamos acercarnos hasta estar a diez centímetros del otro para medio notar los poros abiertos, pero ya estando así de cerca no nos interesa ver sino tocar, oler, besuquear.
Porque los miopes elegimos. Sabemos que los lentes de contacto sirven para mimetizarnos con el resto, para cortar cebolla sin llorar y para mirar hasta los pensamientos del alumno que se quiere sentar hasta atrás con tal de pasar inadvertido. Y aunque agradecemos la vista artificial de superhéroes, bendita sea la moda de considerar sexis las gafas de pasta porque esos gruesos armazones que antes eran la única alternativa para poner adentro las seis dioptrías, que aun así se desbordan, ahora nos permiten despertar la libido del fetichista que nos ve leer a Boris Vian en la mesa de la cafetería y se quiere arrancar el corazón.
Y también esperamos ansiosos nuestras noches miopes, noches de ver distinta esta casa que nos hemos aprendido de memoria. Esta casa que se suaviza durante los minutos en que decidimos andar por ella sin ningún apoyo para lo que allá afuera llaman debilidad visual, hágannos el favor, pero quién necesita ayuda en el lugar donde se está más libre. Aquí no somos débiles para nadie y por fin podemos abrazar completo nuestro ser miopes, y nos quedamos dormidos en ese abrazo para disfrutar en primera fila los sueños, que no nos cuestan trabajo porque pasan tan cerquita que atraviesan los ojos.
Por eso los miopes no entendemos cómo pueden llamar normalidad a ese defecto de sólo tener una forma de mirar. ¿Qué hacen los fuertes visuales cuando se hartan de ver claro y quieren ver las cosas desdibujadas? Nada. Su buena vista los persigue y no pueden ni asomarse a la calle sin contaminarse, mientras los miopes podemos mudar en poesía hasta la basura electoral. Son ellos quienes se ponen nuestros anteojos y se asombran, porque no saben hablar en dioptrías y no aprenderían aunque quisieran. Lo sentimos, no hay forma de explicarles cómo nuestros ojos contienen los mundos que ellos no verán nunca. Lo sentimos, no podemos prestarles el reflejo libre de defectos con que los percibimos. Lo sentimos: a este banquete de la vista alternativa sólo estamos invitados unos cuantos.

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