CUANDO GONZALO TUVO QUE ENFRENTAR LA CEGUERA...
Gonzalo tenía la vida que quería. Una casa, una novia y una guitarra con la que tocar en una orquesta. Era feliz. Hasta que un día dejó de serlo. Este valenciano tenía 41 años, una vida encauzada y muchos sueños por cumplir. Entonces sucedió. Su vida sufrió un apagón. La luz se fue, los colores desaparecieron. Todo quedó en penumbra. Él y la oscuridad. Su drama y él.
Imagen: Gonzalo trabajando en la cocina con una rehabilitadora
Un herpes en el oído interno fue el principio de todo. Aquello comenzó a torcer su vida. Gonzalo está convencido de que los médicos fallaron con la medicación y, a partir de entonces, ya nada volvió a ser lo mismo. Primero perdió la vista del ojo derecho. El herpes pasó al cerebro. Una radiculitis infecciosa llenó de pus el cerebro y eso le provocó una trombosis. Medio cuerpo quedó paralizado y una retinitis necrótica hizo que se desprendiera la retina de sus dos ojos. El apagón. «No veía nada, sólo sombras». Un hombre inmerso en una densa niebla que nunca se va.
Su vida se volvió negra. O totalmente blanca, como cuenta el 'nobel' Saramago en su 'Ensayo sobre la ceguera'. El caso es que el césped dejó de ser verde, los autobuses ya no eran rojos y el pelo de Scarlett Johansson pasó de rubio a gris. Gonzalo despertó en un mundo sombrío, áspero, cruel y, sobre todo, por encima de todo, injusto. ¿Por qué yo? ¿Por qué a mí?
Los siguientes tres meses los pasó en el hospital. El destino, además de arrebatarle la vista, le dejó una parálisis de propina. «De repente te cambia la vida, y el trauma es muy difícil de superar», explica con entereza, casi tres años después, el nuevo Gonzalo, proclive a la sonrisa, moderadamente feliz. Porque después de la noche siempre llega el día.
Gonzalo se levantó, literal y metafóricamente, de aquella caída. Primero vino la rehabilitación para recuperar la movilidad. Y después llegó el turno de sus ojos. Tres operaciones. «La primera salió muy mal». Pero al mes y medio vino una segunda, y, en marzo de 2009, una tercera. «Espero que la definitiva», asegura este valenciano de 43 años que ya digiere sus circunstancias. El tiempo y la ONCE le enseñaron a reubicarse, a aceptarse, a reordenar su escala de valores. Ahora mismo sabe que su sueño es no perder la poca visión que recuperó. La luz, llegados a este punto, vale menos que la lucidez.
Entra en la ONCE
Su novia fue quien le llevó a la ONCE. Allí encontró el apoyo que necesitaba, la luz que no posee. Juan Carlos Morejón, subdelegado territorial de esta organización, y Simón Costa, jefe del departamento de Servicios Sociales, detallan el protocolo que se encontró Gonzalo en la sede de la Gran Vía Ramón y Cajal, al lado de la plaza de España. Lo primero fue evaluarle, comprobar que no tenía más de un diez por ciento de visión, que reunía las condiciones para ser afiliado de la ONCE. Y, una vez admitido, pusieron en sus manos todo el equipo humano y tecnológico. Este proceso debe convertirle en un ciego autónomo. Entonces será el momento de lanzarle a la bolsa de trabajo. Entonces, quizá, Gonzalo consiga volver a tener la vida que quiere.
Al principio lo prioritario es dispensar apoyo psicológico. Aquellos que se quedan ciegos siendo ya adultos están aturdidos, atormentados, desesperados. Los psicólogos deben enderezarlos. Gonzalo no sólo estaba ciego. Gonzalo también se quedó sin su piso -un quinto sin ascensor-, sin su novia -«esto es muy difícil para todo el mundo», la justifica-, sin su guitarra -ha perdido casi todo el tacto de una mano-. Este valenciano que daba clases de guitarra tiró para adelante. «Soy muy positivo y muy luchador», aclara con timidez, escondido entre su melena ensortijada.
Cuando el ciego recupera parte de la paz interior ya está preparado para el adiestramiento. Es la hora de los terapeutas, técnicos en rehabilitación como Chelo Esplugues que le van a enseñar a desenvolverse con sus limitaciones. Gonzalo y su ayudante se adentran en el piso de rehabilitación, una vivienda de 'mentiras' donde aprende a moverse y a utilizar todo lo que puede necesitar en su hogar: el comedor, la cocina, un dormitorio y el lavabo.
Un piso para ciegos
En este piso empieza a resolver los acertijos que han entrado en su vida. Cómo poner la pasta dentífrica en el cepillo, cómo ordenar su ropa para poder vestir bien combinado o cómo diferenciar una moneda de euro de otra de 50 céntimos. Y, poco a poco, empieza a familiarizarse con la aguja y el dedal, el microondas o la sartén. Aunque ahí los terapeutas de la ONCE atienden a las necesidades del afiliado. Uno prefiere llevar la ropa impecable; otro, comer lo que más le gusta. Entonces se esfuerzan en dotar de habilidad con la plancha al primero y la sartén al segundo. «Hubo una vez que una mujer nos dijo que lo que más le gustaba, antes de quedarse ciega, era jugar a la pelota con su sobrina, y entonces nos pusimos a practicar con una pelota sonora», recuerda Chelo.
La rehabilitadora sabe lo que se lleva entre manos. A ratos saca su guante de seda; a ratos, el puño de hierro. Hay momentos para ser dulce y otros para mostrarse firme. Como cuando enciende la vitrocerámica, saca la sartén y nota como se retrae el brazo de Gonzalo. Entonces le coge las manos y las pasa por encima del fuego para que note dónde está el punto de calor. Ahí es donde debe colocar la sartén y repetir la operación -pasar las manos por encima- para comprobar que no le llega calor, que la sartén no está mal colocada.
El piso, sin aristas, sin rincones, marca los contrastes. Entre el menaje de la cocina abundan el blanco y el negro. Por separado no son detectables. Uno encima del otro sí llegan al ojo del deficiente visual. Allí todo está diseñado para ellos. Todo tiene un orden, todo tiene un sentido. Como los pomos de las puertas, una empuñadura que siempre acaba hacia dentro, para que el ciego no se pueda enganchar en una puerta que siempre debe estar completamente abierta o completamente cerrada.
Chelo Esplugues enseña y aprende, aprende a descubrir las cualidades de Gonzalo. «Para nosotros lo más importante es utilizar mejor la visión que le queda. Es más importante saber interpretar la realidad que la agudeza visual». Gonzalo asiente y revela uno de sus últimos avances. «En la calle he aprendido a diferenciar entre los grises. Ahora ya sé que uno es la calzada y el otro, la acera. Antes todo era lo mismo».
Diversión
No todo es magisterio en la ONCE. Allí también hay tiempo y oportunidades para el ocio. La oferta es amplia: talleres, deportes como el senderismo o el ciclismo (en tándem) y hasta cine, películas con el sistema Audesc (autodescripción), que aporta información -detalles que estos espectadores no pueden ver- mediante una voz en off durante los momentos en los que se produce un silencio.
También se aprenden otras materias. La mecanografía es una de sus grandes aliadas, un instrumento integrador. Aunque el ordenador, que ha revalorizado el papel de los ciegos en el mercado laboral, juega un papel crucial. Miguel Martín, otro ciego, se encarga de enseñar las adaptaciones informáticas a los afiliados. Es un experto en 'software' y 'hardware'. Los deficientes visuales pueden utilizar un ordenador convencional con un ampliador visual de pantalla que convierte cada icono en una figura enorme. Aunque la joya de la corona es el PC con el teclado braille, que, de forma instantánea, va mostrando en este sistema de escritura todo lo que se escribe. Al mismo tiempo, además, existe la opción de que el ordenador te vaya leyendo lo que tecleas.
La ONCE va sacando herramientas que amplían al máximo la formación de sus afiliados. El que tenga la motivación suficiente puede aprender mucho. Su reto es convertir al ciego en una persona autónoma y reinsertarlo en la sociedad. Esta institución hace un esfuerzo por ampliar el abanico, por abrir más puertas que la de venta de cupones, destino de 1.360 personas en Valencia y Castellón.
Gonzalo tiene ganas de vivir la vida, de mirar al mundo con sus ojos de murciélago. A sus 43 años le ha tocado pasar por el mundo en penumbra. Ni siquiera puede valerse del bastón largo que advierte de los peligros del camino. La trombosis dejó su huella, el equilibrio negativo, y eso le obliga a tener que apoyarse en el bastón corto. Pero no se rinde. No ve como los demás, pero sí atisba un futuro, un futuro mejor. «Ahora empiezo a salir del trauma», indica Gonzalo, un valenciano que no se deja arrebatar los sueños. Por eso, cada día, cuando sale de la ONCE, piensa en dejar la compañía de su madre y volver a tener un piso, una novia y una guitarra.
Fuente:
http://www.lasprovincias.es/