En el Día de la Madre, la historia de María Amalia Diez y su hijo Andrés Arlin refleja la lucha de muchas otras mujeres que diariamente hacen lo necesario para que sus chicos sean felices.
La maternidad no tiene nada de rosa. Más bien parecer ser que su color es rojo pasión. Desde el rojo de las mejillas de la mujer cuando puja y suda en el parto natural, hasta cuando el hijo, ya crecido, reconoce el esfuerzo materno y dice: “Mi vieja se peló el traste para que yo fuera alguien”. ¿Acaso el traste pelado no es rojo?
La imagen, cruda y bien pueblerina, le cabe también a una dama que si bien tuvo la suerte de nacer en una familia sin apuros económicos, no se dejó vencer por las adversidades ni los prejuicios de propios y extraños.
María Amalia Diez a sus 59 años está feliz porque pudo liberar a su hijo Andrés Arlin de las dificultades que implica ser ciego en medio de una sociedad indiferente a los discapacitados y, de este modo, los hace invisibles. ¿Quién es el ciego, cabría preguntarse?
Con esa desventaja tuvo que convivir desde el momento en que nació Andrés, hace 25 años, cuando en la misma sala de partos se enteró de que su bebé jamás podría ver el mundo.
“Me enojé con Dios, con el universo, no podía entender el sentido de esto. Nunca me planteé por qué me había tocado a mí esta situación, por qué pasan tantas cosas, lo que yo quería era entender. No sabíamos qué hacer con Andrés”, comentó Amalia.
Ese desconcierto fue el primer impulso para viajar a Buenos Aires 10 días después del nacimiento para operarlo y colocarle una prótesis, con el objeto de que su cabeza creciera de forma normal.
En ese momento, Amalia tuvo la lucidez para darse cuenta de que no podía olvidar a su hijo mayor Julián, quien apenas tenía un año y medio.
“Mi gran preocupación era Julián, porque yo no quería que sintiera que porque había nacido su hermano con este problema sus padres lo abandonaban. Por eso, cuando viajábamos a Buenos Aires durante los siguientes seis meses, íbamos los cuatros juntos y también mis padres. Así, mientras llevábamos a Andrés al médico, Julián estaba con mi mamá”, relata Amalia.
Y de inmediato empieza a demostrar cierta tristeza al recordar que su bebé de diez días de vida no podía comer todo lo que quería porque debía estar en ayuna para recibir la anestesia.
“Lloraba y no paraba, porque tenía hambre. Así que, para que mi familia no lo escuchara llorar, lo llevaba caminando al médico. A veces se dormía y otras no. Cuando lo dejábamos en el médico, volvía al departamento para llevar a la plaza a Julián”, rememora.
Próximo desafío
Una de las cosas más comunes en los chicos no videntes es que suelen no sonreír, porque la risa es aprendida. Pero Andrés no respondía a esos parámetros y siempre hacía lo que quería. Ser carismático desde muy pequeño también le permitió integrarse muy bien en la escuela.
“Iba al principio a la Helen Keller, pero al final es como un gueto. Porque allí todo está preparado para tratar a un ciego. Lo difícil es integrarlo a una escuela normal, pero es lo mejor, porque la vida no es sólo de los ciegos; están todos, los videntes, los que están en sillas de ruedas, todos”. Con este convencimiento, Amalia lo acompañó durante toda la primaria y la secundaria, haciendo traducciones en Braile para que él pudiera estudiar.
Hora tras hora de trabajo, Andrés llegó a la universidad. Estudia periodismo en la Universidad Maza, está por recibirse y ya tiene un programa de radio en LV8. Piensa que trabajará en espectáculos. Además canta y ya tiene un primer disco con 6 temas. Amalia reflexiona y ofrece consuelo: “Si una mamá está pasando ahora por algo similar, yo le diría que se levante todos los días con ganas de superarse y que no dude si lo va a lograr o no, es un paso a la vez”.
Fuente: http://www.diariouno.com.ar/edimpresa/2011/10/16/nota284730.html
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