UNA HISTORIA QUE SE PUEDE PARECER A MUCHAS OTRAS HISTORIA CON MIOPIA...
Imagen: niño con lentes gruesos
A partir de ese momento, y durante los siguientes siete días con sus noches, volví a sufrir los acuosos estragos de la miopía pertinaz, esa que me persigue desde que tengo memoria.Fue en Primaria, con tan solo ocho o nueve años, que comencé a requerir ayuda. Un buen día, sentado en una carpeta de la primera fila del salón, noté que los apuntes de la profesora en la pizarra me resultaban ilegibles. El borde de las letras perdía consistencia, las oraciones se difuminaban, los números se convertían en jeroglíficos pintados con tiza. Daba lo mismo que ella escribiera en castellano, ruso, latín o japonés. Ni achinando los ojos conseguía ver bien. Ese fue, recuerdo, el síntoma que activó la alarma.
Por esa época en Lima no había fácil acceso a los lentes de contacto. Además yo era un piojo, demasiado chicuelo para usarlos. Mi mamá me llevó a donde un especialista y, al constatar que mi vista era una calamidad y que era menester corregirla, mandó confeccionar unos anteojos convencionales, con una montura negra pesadísima y con unos enormes bloques de vidrio, cuyo grosor era similar al de la plataforma de los antiguos envases de litro y medio de Inka Kola. Por eso era común que les dijesen “poto de botella”. Eran anteojos de anciano, iguales a los de Luis Alberto Sánchez. Cada vez que me los colocaba, los lentes vencían mi propio peso y hacían que mi aspecto deviniese en automática caricatura. Se me veía frágil, tonto, ridículo, idéntico a Cabeza de Huevo Junior, el sabihondo pollo pigmeo que sacaba de quicio al mamerto del Gallo Claudio. Mi risible facha de esos años era la de un hombrecito vulnerable. ¿Ubican a Chicken Little? Ya, igualito.
Lo peor era que la miopía no se estacionaba. Avanzaba voraz, como una rata mojada. Año tras año, las dioptrías se incrementaban de manera progresiva y preocupante. Cada vez que el médico me citaba en su consultorio y me conminaba a leer a oscuras esos paneles con letritas imposibles, me ponía pálido de vergüenza. La E me parecía L; confundía la N con la K; la O, según yo, era una P. Si lograba leer más allá de la primera línea, era únicamente porque antes, en alguna cita anterior, había memorizado el orden de las letras.
Por entonces me empezó a quedar claro que el origen de mi miopía era genético, aunque según mi mamá –cuya opinión se sostenía en intuiciones domésticas más que en evidencias científicas– era resultado de mirar muy de cerca la televisión. “Más atrás, carajo, te vas a queda ciego”, era su advertencia más recurrente. Poco a poco ella entendió que la miopía estaba instalada en mi ADN, que provenía directamente de mi árbol familiar: no por el lado Sánchez, donde todos eran twenty twenty eyes, sino por el lado Cisneros, rama plagada de gente con vista escasa. Poco o nada importaba mi incestuosa relación con la tele: había nacido condenado a ser cegatón. Punto.
Hasta primero o segundo de media usé decenas de pares de anteojos. A veces los tenía que cambiar luego de sufrir algún aparatoso accidente en el recreo. Una vez, por ejemplo, mientras caminaba de lo más campante por el patio, devorando un sándwich de pollo, un recio pelotazo –salido de una reñida pichanga de los chicos de quinto– impactó de lleno en mi cara. Fue un golpe seco, humillante, que concitó todas las miradas. La pelota de cuero me tumbó como si fuera un solitario pino de boliche. El sándwich salió disparado hacia un lado, yo hacia el otro. Los lentes quedaron suspendidos en el aire, girando en cámara lenta. Segundos después cayeron al suelo, haciéndose mierda instantáneamente.
En otras ocasiones, ante fugaces raptos de vanidad, yo mismo provocaba los accidentes para cambiar de anteojos. Cansado del mismo modelo nerd –que me alejaba terriblemente de las chicas bonitas y me hacía sentir un peculiar afecto por las feas– le infligía rajaduras a las lunas y luego falseaba una emergencia. El propósito de esos numeritos era que mi mamá –que no me cambiaba de lentes así nomás– se consternara y me condujese de emergencia a la Óptica más cercana, donde, con suerte, podría encontrar modelos más modernos, menos gansos, más dignos o futuristas.
Sin embargo, más allá de los modelitos que pudiera alternar, la situación general –la inminencia del defecto junto con la necesidad de subsanarlo– me tenía ansioso, insatisfecho. No lo decía abiertamente por temor a quedar como un idiota, pero sentía que los lentes castraban mis posibilidades de ser alguien.
Quizá en otros miopes los anteojos eran precisamente el elemento extravagante que les confería garbo, personalidad; que los hacía verse intelectuales, inteligentes, aplicados o, qué se yo, misteriosos. Pero esa asociación lamentablemente no funcionaba conmigo, que era tímido, retaco y delgaducho. Los anteojos –esas horrendas lupas bifocales– me reducían aún más, me aplastaban, lesionaban mi identidad, relegándome a la vejatoria categoría de dibujo animado.
Es por eso que en 1988, cuando los lentes de contacto ingresaron al mercado masivamente, experimenté un ramalazo de felicidad. El día de la independencia había llegado. Por fin dejaría de usar esos binoculares. Ningún armatoste volvería a descansar sobre mi lastimado tabique adolescente. Nadie más volvería a burlarse de mí diciéndome ‘cuatro ojos’ o ‘Mister Magoo’, ni a mirarme por las mañanas como si hubiera salido, no de mi casa, sino de una tira cómica.
Los lentes de contacto (primero los de gas permeable, después los duros, finalmente los blandos) me ofrecieron, antes que nada, una mirada más decente, menos defectuosa de mí mismo. Liberado del martirio de los catalejos, con la cara despejada de todo adminículo correctivo, hasta me veía guapo cada vez que me topaba con el espejo del botiquín. Me asaltó de repente la impresión de que la vida comenzaba nuevamente para mí. Ahora sí, pensaba, tendría confianza suficiente para acercarme a las chicas en la playa, en el colegio, en los quinceañeros. Ahora sí podría distinguir su belleza en lontananza, podría guiñarles un ojo, invitarlas al cine o llevarlas al Regatas para ver juntos las competencias de veleros, comiendo papas fritas en el muelle.
Aprendí a usar los lentes de contacto, a sacármelos y ponérmelos en los escenarios más extremos (baños públicos, campamentos de fin de año). Por oposición, también aprendí a extraviarlos en lavatorios, parques, piscinas, jardines, amén de otros recintos y superficies agrestes, donde fue inútil echarme a buscarlos.
En el 2000 decidí operarme. El láser recién estaba de moda y un doctor me sugirió pasar por el quirófano y acabar, de una vez y para siempre, con mi legendaria tortura. La cirugía no era barata –me costó, literalmente, dos ojos de la cara– pero prometía reducir la miopía a cero. No tuve que pensarlo demasiado.
Tras la intervención, permanecí con la cabeza vendada por tres días. Caminaba por la casa, subía y bajaba las escaleras, con la ayuda de un bastón. Parecía una momia inofensiva. Recuerdo con deleite la mañana siguiente al día en que me retiraron el vendaje: desperté con la visión recompuesta del todo. Fue un nuevo amanecer en sentido estricto. Me desperecé en la cama, abrí las cortinas y pude apreciar con absoluta claridad el paisaje de Lima. Todo era horrible, gris, pero nítido. Por primera vez las combis apiñadas, los edificios mugrosos, los cerros despoblados de vegetación me entusiasmaban. Atrás habían quedado aquellos minutos borrosos de cada mañana anterior, cuando avanzaba por el cuarto en medio de una especie de niebla pupilar, tanteando el aire, rumbo al baño para ponerme los lentes de contacto. Ahora ya no. Era magnífico. Era increíble. La ciencia médica había obrado un milagro en mí. Nunca más volvería a hablar mal de los médicos.
Solo seis años me duró la gracia. Una noche, mientras manejaba por la avenida Javier Prado, el rostro de una modelo morocha de un cartel de cervezas de pronto perdió su foco. Abrí y cerré los párpados dos, tres veces hasta que me convencí de lo obvio: la miopía –necia y tozuda– acababa de resucitar desde el fondo biológico de mis nervios ópticos. Esta vez, malaya, acompañada de un nuevo bicho: el astigmatismo.
Pasé por decenas de oculistas, pero ninguno me alentó lo suficiente como para operarme por segunda vez. Además, mi recuerdo de la primera aplicación de láser era (es) tan perturbador que se me hizo (se me hace) muy difícil pensar siquiera en pasar por lo mismo. Te sostienen los párpados con unas tenazas, te retiran una capa lagrimal con un bisturí y luego –pese a estar anestesiado– eres testigo de cómo la punta de algo que parece un lapicero se desliza sobre la corteza de tus ojos. Es horrendo. No lo sientes, pero igual duele.
Desde la noche en que la miopía regresó (muda y sigilosa, como una novia arrepentida) alterno resignadamente los lentes de contacto con los anteojos convencionales. Ya perdí el egocentrismo: me da lo mismo mi aspecto. No pienso operarme las córneas nunca más. No me importa si hay ofertas de dos por uno, o si hay técnicas de última generación para que el iris no se resienta.
Esta es, sin duda, una imposición de la naturaleza. Si el defecto ha vuelto a mi organismo debe ser por algún motivo que está más allá de la ciencia. Algún papel negado tiene que cumplir. Todo defecto físico, en tanto repercute en tu carácter y se nutre de él, encierra una clave psicológica que hay que descifrar.
Por eso, en un desesperado afán por comprender la reciedumbre de la miopía –o más bien por justificarla– he asumido que se trata de una poética metáfora que refuerza mi vocación literaria. Claro, después de todo, al igual que la miopía, los escritores manoseamos la realidad, la distorsionamos, la alteramos, le agregamos detalles inexistentes, le retiramos imperfecciones, la editamos. Así como ocurre con la ficción, la miopía te obliga a usar la imaginación para delinear todo contorno impreciso, para completar lo inadvertido, para moverte en un territorio líquido, riesgoso, poblado de sombras y visiones.
Lo único rescatable de estar como estoy, de no ver bien, es que te dan ganas de escribir mucho. Aburrido de las formas difusas de la calle y del mundo exterior, te concentras y distraes con lo que pasa en tu interior.
Si es verdad que el cuerpo se las ingenia para enviarnos mensajes, entonces la inflamación de mi ojo izquierdo, la reciente Keratitis, deber ser un mensaje cifrado. Me alegra haberlo captado a tiempo. Ver menos para escribir más. Esa podría ser la consigna. Este texto, pues, no se lo debo a mi disciplina literaria, sino a mi ceguera temporal.
UN RELATO HERMOSO!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
Fuente: http://www.renatocisneros.net/
1 comentario:
hey hola..!!
mmm soy victima de esos genes, de aquellos que me heredo mi madre, cargados de miopia... astigamatismo tambien tengo, en fin, me agrada tu visión, interesesante sin duda alguna los ultimos dos parrafos..!!
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