UNA HISTORIA DE CORAJE Y VALENTIA
No ser hetero o serlo a un porcentaje variable (véase la escala de Kinsey) no es fácil.
O al menos es lo que oigo decir y suelo leer a menudo. Que es una sociedad heterosexista, que a lo largo de la historia se nos persiguió, que en la Edad Media sodomitas y brujas ardían juntos en la hoguera, que en pleno siglo XXI aún hay países donde darle un beso a alguien de tu mismo sexo es arriesgarte a morir (y no de amor…¿o sí?), como si la estupidez humana no conociese de épocas ni lugares.
Despidos por orientación sexual, marginación social, persecución, discriminación, agresión física o verbal…
Son palabras muy feas, cargadas del veneno de siglos de prejuicios, que a la hora de definirte y aceptar tus sentimientos te echan para atrás porque son un presagio de lo que puedes llegar a padecer.
Un panorama nada alentador, pero que por suerte va cambiando poco a poco; el hecho de que podamos casarnos legalmente es una prueba de ello, aunque queda mucho camino por recorrer porque, como dijo Einstein, “es más fácil desintegrar un átomo que destruir un prejuicio”.
Algo muy parecido les sucede a las personas con una discapacidad.
Ellos también tienen una historia bien cargadita de rechazo y marginación. En la más remota antigüedad (cuando aún se cazaba con flechas de sílex y un cavernícola grafitero se metió a hacer sus bocetos en Altamira) a las personas con algún déficit (léase que fuesen ciegos o que no pudiesen moverse) los dejaban morir de hambre. Eso era si desarrollaban el déficit de adultos, porque si nacían así, su viaje por la vida era como un suspiro. Ser ciego o no poder caminar en una sociedad cazadora era una clara desventaja, que la selección natural se encargaba de solucionar a su manera.
Eso de que los espartanos seleccionaban a los niños más fuertes no es ninguna invención del guionista de “300″; en la antigüedad llamada “clásica” se suprimía a individuos “no aptos”: eran sociedades guerreras y como le ocurrió al apuesto jorobado que pretendía luchar junto a Leónidas, quien no podía empuñar un arma no era apto.
Durante el Medievo ocurrieron cosas muy dispares: los ahora llamados discapacitados (en aquella época no eran tan suaves llamándolos) provocaban desde la piedad hasta la histeria: un epiléptico o un niño que hubiese nacido con graves malformaciones solo podían ser obra de Satán (y no me refiero al de “Bola de Dragón”). Y como toda obra del Maligno, debía ser erradicada. Desde antiguo el fuego ha sido considerado como un eficaz elemento purificador, junto con el agua. Solo que para casos más graves y muy a menudo por desgracia, el clero prefería echar mano del primero. Rameras del diablo, sodomítas e inútiles, sujetos a estacas clavadas en el suelo, ardiendo hasta la muerte en mitad de horribles gritos de dolor.
Sin olvidar la Alemania nazi, donde no solo se mataban judíos. Homosexuales y discapacitados eran también asesinados. No importaba que fuesen niños de corta edad.
A los homosexuales porque eran una aberración y temían que su corrupción llegase a tocar a los hermosos y perfectos arios (a las personas “normales” en general, pero cada cual barre para su casa) y a las personas con alguna discapacidad porque no eran aptos para la reproducción, porque podían engendrar otros seres imperfectos como ellos y eso le haría un flaco favor a la evolución de la especie humana.
Y hoy en día se ha avanzado bastante en lo que a derechos de las personas con discapacidad se refiere, pero se les sigue viendo con esa mezcla de lástima, admiración, rechazo y hasta repugnancia. En una sociedad que busca la perfección, que realza la juventud y exalta la belleza física, las personas cojas, sordas, ciegas o deformes son molestas para la vista.
Ambos colectivos, el LGBT y el de personas con discapacidad, considerados “non gratos” y dignos de lástima para esas personas llamadas “normales”: heterosexuales y sanos. Con la diferencia de que a los primeros se les culpabiliza de su mal, “son así porque quieren”, mientras que a los segundos les ocurre todo lo contrario porque a nadie le gusta ir en silla de ruedas o no ver u oír.
Ahora viene lo mejor: ¿qué ocurre cuando una persona, además de discapacitada es homosexual?.
“¿Pero eso existe?”.
Si, más de lo que quisiéramos imaginar. Pero son invisibles en su inmensa mayoría.
Si al hecho de tener una desventaja social por una discapacidad que no te deja desempeñar tus roles como el resto de los mortales (definición de minusvalía) le añadimos el extra de amar a personas de tu mismo sexo, las dificultades se multiplican. Y ya no digamos de aquellos gays o lesbianas que, por su grado de discapacidad, dependen de otras personas y deben permanecer dentro de sus armarios para evitar que su vida se vuelva una pesadilla.
La minusvalía no puede esconderse, pero la orientación sexual sí (hasta cierto punto). Por eso se prefiere pasar por hetero o asexual (ese sambenito que los “normales” se empeñan en colgarnos).
¿ColgarNOS?.
SI. Soy homosexual y discapacitada.
En mi caso es una discapacidad de tipo visual: visión monocular, menos del 10% de agudeza visual, ceguera nocturna y visión tuneliforme (mirad a través de un tubo de cartón y lo entenderéis).
Es desesperante muchas veces, más de las que quisiera, por ambas razones.
Ir a pedir trabajo y que me rechacen una vez sí y otra también porque “ellos no contratan a disminuidos” y yo con unas ganas locas de trabajar y poder independizarme.
Que al número de trabajos al cual puedo aspirar sea muy reducido. O son actividades que requieren visión o piden carnet de conducir. O la empresa “no contrata a disminuidos”. Y eso porque solo conocen una mitad de mí, la de “persona con discapacidad”. Imaginaos si se enteran que encima me gustan las chicas (si se quiere trabajar en sanidad puede ser peligroso)…
Si para colmo se vive en una población pequeña y cerrada (Alcoy no es precísamente un paraíso para vivir como gay o lesbiana), la cosa se complica. Los que vivís en “el culo del mundo” lo sabréis de sobra.
A la hora de ligar tampoco se tienen las puertas abiertas. Una chica, por muy guapa que sea, si lleva un bastón blanco lo más que despierta es curiosidad. Nadie se me acerca para invitarme a algo y “entrarme”, como mucho es para preguntarme si necesito alguna ayuda. Y yo tampoco soy muy consciente de a quien tengo al lado (a veces puedo quedarme hablándole al aire porque mi interlocutor/a se ha ido y ni me ha avisado).
O están saliendo conmigo un breve tiempo, encuentran un partido mejor y se van. Y eso me deja con un sabor amargo en la boca y una sensación de vacío, impotencia y rabia enorme.
Me gustaría, sin ánimo de aburrir, narrar un poco cómo me fue todo. Cómo se vive siendo homosexual y discapacitada.
A los pocos días de nacer, mientras me daba el pecho, mi madre vio que tenía una mancha blanquecina en mi ojo derecho. Como las madres son maniosas por naturaleza me llevó al médico. El galeno le dijo que con el tiempo acabaría por perder la visión, pero aquello yo lo sabría más tarde, cuando la profecía se cumplió y ya no podía ver a quien tenía delante de mí.
Desde que tenía 6 años, cuando llena de curiosidad le pedí a una amiga de 12 que me dejara ver sus desarrolladas tetas, me dí cuenta de que me gustaban muchísimo más las chicas que los chicos. Mi madre de algún modo lo entrevió (las madres son un poco brujas a veces) y me dijo que “a ver si te vas a hacer tortillera” con un tono de voz que me dio escalofríos (lo de la amiga nunca lo supo, por suerte).
Cuando yo tenía 12 años noté que poco a poco frente a mis ojos se iba formando una bruma blanquecina que me empañaba la visión. Y cada vez esa bruma era más densa. Y cada vez veía menos. Estuve en manos de oftalmólogos desde los 19 meses, porque lo mío es congénito. Pero jamás me había ocurrido algo así. Se lo dije a mi madre y, aunque ella sabía perfectamente lo que me pasaba, aunque sabía que lo que le contó el médico 12 años atrás se estaba cumpliendo, al parecer se negó a aceptarlo y prefirió callárselo. Si me lo hubiese dicho a su debido tiempo quizá hubiese podido comprender mejor lo que me pasaba y me habría ahorrado mucho sufrimiento.
-Son imaginaciones tuyas, cariño- me dijo.
Pero yo cada vez veía menos. Ya apenas veía la pizarra en clase y desde la primera fila. Los profesores me tachaban de “vaga”, “problemática” y “rara”. Ya necesitaba acercarme las manos a la cara y mirar entre mis dedos para ayudarme a enfocar los objetos lejanos, cosa que me convirtió en objeto de burla por parte de mis compañeros de clase. Comenzaron a ponerme la zancadilla, a esconderme cosas, a tirarme piedras a la salida del colegio. Y yo cada vez iba viendo menos y odiando más a la gente de mi alrededor. Como veis el acoso escolar no es cosa de hace 10 años o menos.
Ante semejante bombardeo, mis padres decidieron cambiarme de colegio y me llevaron a uno religioso. Allí encontré dos bandos opuestos: los que me rechazaban (la mayoría) y los que trataban de ayudarme, en general profesores y religiosos y algún compañero comprensivo. Y eso contribuyó a que el resto de compañeros me tuviesen aún más tirria. Encima de cegata, pelota.
Para colmo, el Hermano Gildo nos dio un día una “charla” sobre sexualidad y dijo sin tapujos que los homosexuales eran unos enfermos. Y en casa siempre he oído comentarios homófobos, sobretodo por parte de mi padre. Miel sobre hojuelas.
Ya tenía 13 años, apenas podía ver a quien tenía delante y ya usaba una talla 100 de sujetador, a pesar de mi edad. Eso provocó que los chicos me intentasen tocar los pechos casi de continuo y que un amigo de la familia, un hombre mayor que por suerte falleció hará 7 años, abusase de mí, pero por miedo me callé.
Ya había llegado un punto en que no podía seguir estudiando como una persona “normal” y mis padres decidieron pedir asesoramiento. La persona que me atendió me dijo que a lo único que podría aspirar una persona ciega era a vender cupones de lotería por las calles.
Decidimos probar suerte en la ONCE, por sugerencia de uno de los religiosos del colegio. Allí la cosa cambió drásticamente. Conocía a otras personas con problemas en la visión, como yo y ya no me sentí tan sola, pero con tanto palo recelaba de todo el mundo. Conocí a una chica, ciega de nacimiento, llamada Ana, que de algún modo consiguió rascar bajo mi coraza y acabó convirtiéndose en la única amiga de verdad que he tenido en toda mi vida, más que mi amiga la consideraba como la hermana que jamás tuve.
Con el tiempo me afilié a la ONCE, obtuve ayudas técnicas y pude seguir estudiando, a la vez que mi amistad con Ana crecía fuerte y sólida, al apoyarnos la una en la otra, mientras que mi vista iba disminuyendo. Aún no lo había acabado de asimilar y me sentía inferior, inútil, una carga para mi familia.
¿Qué fue lo que me impulsó a seguir, a no tirar la toalla pese a todo?. Seguramente el momento en el cual aprendí a convertir mi odio y desprecio hacia mí misma en ganas de superar a mis compañeros “normales” y hacerles ver que podía estar a su altura aunque no viese y así hacerles tragar sus burlas. El apoyo y la ayuda inestimable de mi familia hicieron lo suyo, de hecho mas bien fueron determinantes, aunque sabía que en el fondo esto era también una dura prueba para ellos, porque no es fácil, de cara a la sociedad, aceptar que tienes un hijo minusválido (jamás me gustó esa palabra, es como si valieses menos que los demás).
Llegó el momento en que necesitaba bastón para moverme por la calle a plena luz del día; era como querer mirar a través de un cristal esmerilado, de esos translúcidos y blancos que solo te dejan ver bultos y de muy cerca. Y las ciudades españolas (sobretodo mi aldea tercermundista) no son un ejemplo de adaptabilidad, aunque por suerte eso va cambiando también. Gracias a la técnico en rehabilitación visual re-aprendí todas las habilidades de la vida diaria, desde encontrar la ropa, hasta cocinar, asearme, ir por la calle. Ana iba conmigo muchas veces, ayudándome a poner en práctica lo que aprendía.
Me apuntaba a cualquier actividad que se hiciese en la ONCE, desde convivencias hasta excursiones. Cada vez me sentía más a disgusto con la gente “normal” y prefería la compañía de mis semejantes, donde encontraba comprensión. Algo parecido les debe ocurrir a los gays y lesbianas que solo se mueven por el ambiente para evitar el rechazo de los heteros; es ir metiéndose en una especie de gueto que te separa del mundo “real”.
Y en la mayoría de dichas actividades coincidía con Ana. Tenerla cerca me hacía sentir bien y ella se alegraba muchísimo cuando oía mi voz. Hasta que me dí cuenta de que lo que sentía por ella iba más allá de la simple amistad: me había enamorado de ella. Pero me avergonzaba profundamente de lo que sentía.
Por suerte, al cabo de unos años, una intervención quirúrgica me quitó aquella molesta niebla que no me dejaba ver, aunque sigo necesitando el bastón por la noche, apenas tengo campo visual y solo me defiendo por un ojo.
Con el paso del tiempo fui tomando conciencia de mi valía personal, pero mi homosexualidad cada vez iba siendo un problema mayor; por desgracia me eché novio para ver si se me pasaba el problema, porque aunque tenía 18 años, no me había tocado nadie y pensé que al estar con un chico me volvería “normal”. Pero ni flores. Necesitaba contarle aquello a alguien de confianza, sacarlo de mi, como cuando te clavas una espinita en el pié y mientras caminas se te va clavando más y más en la carne y te duele.
Ana fué la primera persona con quien salí del armario. Una tarde fui a su casa y celebramos su cumpleaños, las dos solas. Aquella misma tarde me armé de valor y le confesé que, aunque estuviese con un chico, en el fondo me gustaban las chicas.
-Ya lo intuía -me dijo para mi sorpresa.
Yo me quedé de piedra, sin saber qué decir.
-¿Te gusta alguna chica ahora?. -me preguntó vacilante, como temiendo una respuesta afirmativa.
“La ocasión la pintan calva”, dicen. Y ahí me lancé.
-Si…tú.
Y nos besamos. Ella era la primera mujer que me besaba y yo la primera mujer que la besaba a ella. Aquel beso me supo mejor que cualquiera que mi novio pudiese haberme dado.
Pasó el tiempo, me fui a estudiar a Madrid y Ana y yo nos distanciamos un poco. Yo había dejado a mi novio, pero empecé a tontear con otros chicos, hasta que empecé a salir con uno, pero resultó ser un juego más que otra cosa. Hacía visitas fugaces a Chueca, a solas, pero alguien se dedicó a seguirme y me entró tanto miedo que dejé de ir. En aquel momento hubiese agradecido tener a alguien a quien contarle lo que me pasaba y que me hubiese acompañado. Las noches madrileñas pueden ser peligrosas, especialmente para una chica ciega.
Volví a mi casa porque la cosa en Madrid no salió bien y mi estado anímico era de lo peor. Y decidí buscar trabajo en mi pequeña ciudad montañesa, pero sin suerte. Así que me propuse estudiar un módulo de FP para ver si podía labrarme un buen futuro; lo que menos deseaba era estar siempre bajo el ala de mamá y papá, tenía unas ganas locas de volar.
Pero entonces ocurrió algo.
Toda mi vida me he preguntado para qué demonios había venido al mundo alguien como yo. Siempre me había sentido una inútil total y pensaba que no habría futuro para mí. Me costó años y muchas lágrimas aceptarme como persona con discapacidad. Antes me avergonzaba y trataba de pasar por “normal” sin conseguirlo (en realidad más que “normal” parecía retrasada, tropezándome y cayéndome todo el rato), pero acabé por aprender a reírme de mí misma y de mis limitaciones. Hasta que cierto día me di cuenta de que podría trabajar ayudando a otras personas como yo a ser personas independientes y útiles, que todo el dolor por el que había pasado no era patrimonio exclusivo mío, sino que no estaba sola, pese a todo. Y fue cuando decidí estudiar Terápia Ocupacional y trabajar rehabilitando a personas con un hándicap físico o sensorial. Como en su día hicieron conmigo.
Supongo que fue lo que los sabios y místicos llaman un “momento de iluminación”, un instante en que te paras a pensar en todo lo que te ha pasado, a encajar las piezas del puzzle y luego ves una puerta abierta en el fondo del sótano que te conduce a una salida. Fue cuando encontré lo que realmente daba sentido a mi vida.
Me sentí la persona más feliz de la Creación cuando ví mi nombre en la lista de admitidos.
Empecé la carrera con ilusión y muchísimas ganas. El despertador sonaba a las 4:45 (porque encima vivo a las afueras y hay un buen tramo hasta la estación), me colocaba los cascos con mi música favorita y muchas veces mi madre me pillaba bailoteando en la cocina de pura felicidad. Salía de casa a las 6 menos cuarto de la madrugada y volvía a las 7 de la tarde (sin piso de alquiler cerca de la Universidad, me tragaba 6 horas de bus todos los días, pero las aprovechaba para estudiar en el bus, al meterme los apuntes hablados en el MP3).
Regresaba cansada pero muy feliz. Estaba bien conmigo misma y eso se traducía en todas las demás áreas de mi vida. Logré sacarme los dos primeros cursos limpios, sin arrastrar asignaturas y con unas notas bastante altas. Y siendo la única estudiante con discapacidad de toda la carrera, que muchas veces me costaba seguir el ritmo de las clases, pero al final lo conseguía.
Tuve otro novio y mis padres se frotaban las manos al imaginarme ya casada. Pero cuando él y yo nos planteábamos irnos a vivir juntos, casarnos por la iglesia (en el sur suelen ser bastante beatos, con todo mi respeto), tener niños y él comenzó a mostrarse agresivo y problemático…me di cuenta de que el patio se me quedaba demasiado grande y pude parar a tiempo aquella vorágine que me conducía a un destino que en el fondo yo no deseaba.
Y decidí dejar de engañarme de una vez y aceptar que, a pesar de que pudiesen atraerme algunos chicos, lo que de verdad deseaba, a lo que en realidad yo aspiraba, era formar una familia con una mujer.
Echaba de menos a Ana. El día que ella me comunicó que estaba viviendo con un hombre se me cayó el mundo encima, aunque me aclaró que lo hizo por escapar de su casa, ya que vivía inmersa en un ambiente violento y hostil. Las cosas con nuestros hombres dejaron de funcionar y fue cuando decidí proponerle dejar de lado tanta farsa y atrevernos a vivir una vida en común.
Pero las desgracias no vienen solas, para colmo sufrí un accidente que me dejó postrada en la cama varios meses y que me obligó a quedarme en casa por algo más de un año (y a día de hoy aún persisten las secuelas), perdiendo dos cursos de carrera y dejándome completamente dependiente de los demás.
Perdí el número de Ana cuando tuve que resetear el móvil por un virus (atención a dejarse encendido el bluetooth…) y tras varias pruebas, muchísima rehabilitación, cuando me recuperé, pude volver a caminar y coger el bus y tuve oportunidad de ir a Alicante, fui para hablar con ella, ya que en año y medio no pudimos comunicarnos y no sabíamos nada la una de la otra.
Y cuando fui a su quiosco lo encontré vacío. Pregunté por ella al chico que estaba vendiendo cupones al lado y me dijo que estaba sustituyéndola; ella se había marchado a Tarragona a vivir con su madre y que no volvería por Alicante.
El viaje de vuelta a Alcoy lo pasé con “Cradle of filth” sonando en mis cascos a todo trapo y cuando llegué a casa me subí al ático y lloré como no había llorado en muchísimo tiempo, hasta que me dormí tirada en el suelo.
Tiempo más tarde, me atreví a salir del armario con mi hermano y aunque al principio le chocó, pues no se lo esperaba, se lo tomó muy bien, pues conoce a una pareja de chicas y para él la homosexualidad no supone ninguna “abominación” ni nada anormal.
Aunque había aceptado mi discapacidad desde hacía años, me seguía resistiendo a aceptar del todo mi lado bollo. Y como suele decirse “cuando el alumno está listo, aparece el maestro”.
Me encanta leer sobre culturas antiguas y sobre las mal llamadas “culturas salvajes”. Descubrí la existencia de los “berdaches” norteamericanos, de cómo en otras culturas menos “civilizadas”, en lugar de tratarnos como enfermos, se nos trata con respeto y hasta con reverencia (las personas “de doble espíritu”, como nos llaman, somos candidatas potenciales a chamanes…y ningún jefe de clan toma una decisión importante sin consultar con el chamán de turno). Eso me hizo ver la relatividad de las creencias que consideramos “La Verdad”, lo correcto, lo normal…
El documental “El Sexo de los Ángeles”, de Frank Toro, ya fue la guinda del pastel y si bien me hizo llorar en muchos momentos, cuando acabé de verlo me quedé con una sensación pletórica de orgullo respecto de lo que realmente yo soy: una mujer discapacitada que ama a otras mujeres.
Conocí a otra chica de la que me enamoré profundamente, la primera mujer con la que me acosté (con Ana hubo besos y manos traviesas que se perdían bajo la camiseta, pero nada más). Pero por razones que desconozco se inventó la historia de que la estaban acosando para que me dejase en paz a mí y acabé cansándome de que me tomase por imbécil.
Actualmente me falta solo 1 examen para terminar la carrera y ya me han llamado de varios lugares para trabajar, además de tener constancia de otros donde podría currar sin problemas. Tengo pensado irme fuera de la Comunidad Valenciana: además de que aquí no hay trabajo de lo que he estudiado, quiero hacerme cargo de mi misma y poder vivir mi homosexualidad lejos del alcance de mi familia, porque sé que no lo van a aceptar y ya de por sí son aficionados al siniestro deporte del chantáje emocional. Y no tengo amigos que dejar atrás, porque los que tenía desaparecieron misteriosamente tras salir del armario con ellos. ¿Los habrán abducido los marcianitos?.
Es por eso que aún sigo dentro del armario para mis padres, que no dejan de insistirme para que me “busque un buen chico y me case”, cuando yo lo que deseo es casarme, sí…pero con una mujer. Ya lo sabrán, pero cuando esté lo suficientemente lejos para que no puedan hacerme daño.
Y en el tema laboral deberé ser cuidadosa con querer salir del armario: a una mujer hetero no debe hacerle mucha gracia saber que a la terapeuta que le está colocando una férula o le está dando un masaje para quitarle la contractura de la espalda le gustan las ostras…
Sanidad es un campo delicado para salir del armario y se me puede complicar la cosa si acabo conviviendo con otra mujer. Pero ese es el camino que escojo transitar.
Y eso es más o menos cómo ha sido para mí vivir con una discapacidad y gustándome las mujeres. Y sé que mi odisea no ha acabado, sino que no hecho más que comenzar.
Me gustaría que mi testimonio pudiese dar a otros gays y lesbianas, discapacitad@s o no, el valor para seguir luchando hasta encontrar su sitio, en un mundo y una sociedad pensados por y para heterosexuales sanos.
No os rindáis nunca.
PD: perdón por las posibles faltas de ortografía, mi teclado braille vá como quiere y cuando quiere…
Fuente: http://www.dosmanzanas.com/
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