Una nota del Diario Clarín narró el caso de un chico de 26
años que aprendió a vivir con la ceguera gracias a su oftalmólogo, que a pesar
de estar recién jubilado, tomó su caso. Ese apoyo, junto con el de la familia,
fue clave para reconstruir una cotidianidad:
“Mariano Stefanuolo tenía 26 años
cuando en noviembre de 2003 sumó su nombre a la extensa lista de las víctimas
de accidentes de tránsito en el Gran Buenos Aires: mientras cruzaba una avenida
en su barrio natal de Loma Hermosa, fue atropellado por una camioneta que
avanzaba ignorando la luz roja del semáforo. “Se me apagó todo, no sólo la luz.
Mis recuerdos saltan desde salir de mi casa para ir a lo de un amigo, a
despertarme quince días después, en una cama de un hospital, con una pierna
enyesada”, rememora Mariano, juntando los pedacitos de sus memorias rotas.
Además de la fractura de unos
cuantos huesos y varios moretones, el accidente le hizo perder más del 90 por
ciento de la visión, un golpe más duro que el que le dio el paragolpes de la
camioneta. “Mi mamá fue la encargada de contármelo. Al principio me habían
dicho que de a poco iba a empezar a recuperar la vista, que era temporal. Pero
pasaban los días y seguía a oscuras. Incluso el dolor físico de los golpes
empezaba a desaparecer, pero la luz nunca llegaba. Entonces me contaron la
verdad, y ahí me desesperé”, reconoce Mariano, quien pensó que se le venía el
mundo abajo cuando tomó conciencia de su situación. Los primeros miedos que le
pasaron por la cabeza a Mariano estaban relacionados con lo que iba a tener por
delante.
En ese momento, estaba de novio
desde hacía dos años con Karen, una chica que había conocido poco tiempo antes
de abandonar la carrera de Abogacía. Trabajaba en la oficina de una dependencia
municipal, jugaba al fútbol con sus amigos los fines de semana, estaba
organizando unas vacaciones en Brasil con su novia: Mariano tenía los planes
normales de un chico de su edad, pero los tuvo que cambiar cuando se encontró
con una nueva realidad. “En el hospital, y después en su consultorio particular,
me trató el doctor Héctor Maltagliatti, a quien le voy a estar eternamente
agradecido. Él, su grupo de profesionales y mi familia estuvieron acompañándome
todo el tiempo. Soportaron todos mis miedos, que eran muchos. Mi primer
pensamiento fue que ya no iba a poder volver a hacer nada de lo que hacía
antes, que iba a quedar estancado para siempre”, se sincera.
Maltagliatti, con sus 76 años de
edad y más de 50 especializándose en el campo de la oftalmología, se acaba de
jubilar, aunque asegura que se va a dedicar a la vista de los demás “hasta el
último día de su vida”. “En el caso de Mariano, fue muy importante el apoyo de
la familia y del gabinete psicológico que todo el tiempo lo acompañó. Sus
temores eran los habituales en una persona que pierde la visión: no va a poder
trabajar, no va a formar una familia, va a depender por siempre de los demás.
Por suerte, de a poco los fue superando, y hoy sigue con su vida como siempre;
si uno no lo conoce, no sabe de su discapacidad”, asegura Maltagliatti. No fue
fácil para Mariano: a los pocos días de volver a su casa desde el hospital, su
novia decidió terminar con la relación. “Me dijo que no sabía si me iba a poder
ayudar y acompañar como yo lo necesitaba, y me quería convencer de que iba a
ser lo mejor para mí. Igual, no le guardo rencor, es imposible saber cómo
hubiese reaccionado yo en una situación similar”, se sincera.
Con el paso del tiempo, y siempre
apoyándose en su familia y en los médicos, Mariano fue adaptándose a la vida
que iba a empezar a vivir: empezó a leer Braille, a moverse con el bastón
blanco, a valerse por sí mismo. “Conocí a muchas personas en mi misma situación
que me ‘abrieron los ojos’, como me gusta decir, medio en broma, medio en
serio. Hoy pude volver a trabajar, viajo solo en colectivo, seguí adelante”,
afirma Mariano, quien sin embargo no duda a la hora de señalar qué es lo que
más extraña de su vida antes del accidente. “Me lamento por dos cosas nada más.
Primero, no le pude conocer la cara a Paloma, mi sobrina, la hija de mi hermano
mayor Carlos. Vivo jugando con ella, la llevo a la plaza, al jardín de
infantes, pero me gustaría verle la carita. Y segundo, extraño mucho jugar al
fútbol. Todavía no me animé a la pelota con cascabeles, pero si le agarro la
mano, no paro hasta llegar a Los Murciélagos”, se ríe.”
Nota
publicada en el Diario Clarín
Autor:
Nicolás Parrilla
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